jueves, febrero 02, 2006

Liza escribe: Historias de un día sin carro I

Érase una vez una mujer muy bien vestida, con sus jeans de ***, marca conocida por los habitantes de la tierra maravillosa de trancones y lluvias, con sus tenis de última generación para no cansarse, pues ese fatídico día tendría que abordar el temible y desagradable SERVICIO PÚBLICO. Con una pequeña criatura pegada a su cuerpo- a semejanza de las antiguas indígenas que se cargaban el chino a la espalda para ir a terminar con las labores, obvio que ella la llevaba era en la parte delantera -. Se dirigía a terrenos bárbaros, ya con el previo conocimiento de que en cualquier momento el recién y bien peinado pelo de su pequeñita criatura, podría ser despeinada por la infección centruna (jeje, me gusta inventar palabras). Procuro no vestir a su criatura demasiado elegante para no llamar la atención, y con la intención de burlar a los demás, y pasar desapercibida en el TP (transporte público, no lo nombro más, porque tiene el mismo efecto de beattlejuice) se puso un saco ancho, que no permitía que se le viera la reata que tanto había luchado por conseguir para lucir, y ahora solo hacía efectos prácticos. Salió de su casa entre felices cajas llenas de ropa y ansiosas por partir. La meta principal, la misión era la de conseguir aquellos accesorios criaturezcos, necesarios en todo el país, excepto en ciertos lugares costeros, donde la vergüenza ya no existe. La llegada al lugar no fue gran cosa, había logrado uno por uno los puntos de la lista que le permitirían cumplir la primera parte de la misión. Se había subido en la bestia verde (es difícil ser una bestia verde, ya verán), se había sentado en una silla de bestia verde – amarillo por la condición criaturezca (de lo contrario y con suerte le hubiera tocado sentarse en una silla de otro primario), y miró por la ventana con algo de nerviosismo cuidando de vez en cuando a su colega, el canguro situado bajo la criatura, pues ese tenía una de las cosas principales para el cumplimiento de la misión. Una vez salió de la bestia verde, se subió en el monstruo primario, y se volvió a sentar en una silla igual. Se sentía algo insegura porque no iba sentada en el cafecito de cuero gris, pero se iba haciendo a la idea mientras acariciaba a la criatura, que emocionada movía sus extremidades inferiores al compás de los vaivenes del monstruo. Una vez se bajó del monstruo, miró a lado y lado para cruzar los valles de cemento, los de rayitas por la mitad, corrió un poco por el sonido de uno parecido al cafecito. Caminó diligente y directamente a la tienda de accesorios, ya con la criatura algo molesta, y unos ruidos internos producto de una necesidad natural igual a la de la criatura, solo que más grande. El sol hacía sus estragos en medio de los habitantes centrunos, y en las dos invitadas también. Había logrado más d e la mitad de la meta, y la sonrisa le brotaba naturalmente, además de que las lágrimas de felicidad le querían atravesar el rostro y le costo bastante disimular las muestras de gozo. Se subió y bajó de el monstruo primario sin mayor novedad, y hasta logró, entre una multitud grande sentarse en una de las sillas ya mencionadas en la bestia. Su viaje había sido casi satisfactorio, excepto por el calor que ya le llegaba a la cabeza a la criatura, y las ya mencionadas necesidades mutuas. Estaba próxima a llegar a su destino final, hasta que el cerebro de la bestia decidió no introducir más en su interior. Los ciudadanos molestos y aburridos del tedio de todos los días, quisieron hacer algo interesante, como mandar criaturas un poco más grandes de la ya mencionada a hacer frente ante la bestia. La mujer intentaba guardar un poco la cordura, pero sus intentos eran vanos con los gritos de la claustrofóbica criatura. Un hombre gritaba afuera ¡justicia!, y otro a dentro le pedía sensatez, el de afuera se salió de sus cabales y con palabras soeces y puntapiés dirigidos a la bestia, quería tumbarla junto con otros seguidores de “la secta del día sin carro”. ¡Prudencia, imbécil!, gritó desesperada la mujer, y el hombre se empeñó más en recordar y repetir todas aquellas palabras soeces que su entorno le habían enseñado en sus días de vida –que habían sido largos y complicados-. La mujer sin poder soportar más, y no sabiendo tanto del léxico utilizado, se salió de su posición, se le olvidó lo aprendido en años, los modales, y la mente abierta y asustada de la criatura, e inventó palabras toscas que gritaba afuera. Calma, le pedían los otros vivientes dentro de la bestia, y la criatura sorprendida, solo observaba. Cuando la inspiración paró, la mujer gritó al hombre de afuera “tenés cara de ratero”, y los seguidores suyos dentro de la bestia gritaban a unísono “¡ratero, ratero!”. Una vez la policía llegó a ayudar a la bestia, la mujer llegó a su destino, se peinó, acarició a la criatura, se cargó a hombros la bolsa negra que contenía 120 de los accesorios por los que había ido al lugar centruno, y afirmó, cuán bárbaros eran los humanos en situaciones de alta adrenalina. Ya mañana se pondrá otro de sus jeans ***, pero esta vez con la camisa **** y mostrará la reata que quería mostrar el día anterior, y saldrá a dar un tranquilo y común paseo con la criatura montada en el caballo amarillo y verde. FIN

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