miércoles, mayo 10, 2006

Liza Escribe: Historias de bus

Después de un abrumador y monótono día de trabajo, el hombre se subió al mismo azul y desocupado bus, el de siempre. Se subió a tiempo para que no le cogiera el aguacero que desataba el largo y poco prudente invierno en su país de siempre, en su ciudad de a veces. Mirando por la ventana pensaba si mejor hubiera sido mojarse, sentir la lluvia cayendo en su impermeable cabeza lateralmente blanca - no por la aventuras sino por el tiempo -. Tal vez hubiera sido mejor mojarse, sentir la lluvia rodando por su rostro como el rocío celestial que es, sentir la ropa ajustándose a su cuerpo, sentir el frío del particular anochecer, sentir algo, en tanto tiempo falta le hacía. Ahora estaba como cada tarde, observando en el trancón la iglesia de la 11 mojarse, y su campana oxidada del olvido. Estaba ahí, mirando, sentado en la silla del bus azul junto a una ventana, como siempre, esperando que en menos de dos cuadras se subirían los 'pelados' de la universidad esa, y con sus cometarios triviales lo llevaran como en una nube de tonterías hasta su hogar y le hicieran olvidar las pendejadas de vivir. Quién se sentaría a su lado en esa ocasión? Pero esperen un segundo, el bus se detuvo inusualmente antes de llegar al territorio universitario, se ha subido una mujer pequeña y graciosa, despampanante solo para él, con un traje que parecía ser un conjunto elegante, pero al observarlo mejor se notaba que era uno muy común que buscaba tener el efecto que en esa ocasión tuvo en él. En un segundo se había descubierto, no era ejecutiva, ni de las bajas, no tenía la edad y aunque lo tratara de aparentar no tenía la presencia. Tal vez secretaria, tal vez solo de medio tiempo, de las que llegan a su casa a recordar que también están en una universidad. Era hermosa, la más hermosa -solo para él-, curiosa, delicada, sus movimientos eran leves y dulces, tiernos. Él la contemplaba sin disimular, pues a ella no parecía importarle, o al menos importunarle. De vez en cuando dejaba de ver la mujer para mirar por la ventana, con el dedo índice largo y algo reseco limpiaba la empañada noche de luces de comercio, las gotas caían en forma de gotas al suelo, y terminaban en un charco en forma de circulitos perfectos, concéntricos, perfectos. Ahora ella le lanza miradas más por lástima que por algo más, pero el no se fija porque tiene su vista concentrada en otro lugar. Pobre hombre, con su aspecto agobiado y su imposibilidad de quedarse quieto mientras el viaje transcurre... Pobre hombre, sin problemas, le agobia el no tener en qué pensar. Lentamente la mujer hizo una maniobra para arreglarse el pelo, pero fue tan lento, tan despacio que todo parecía truco de un cinematógrafo juguetón. Y a esa velocidad risible, se quitó la moña del pelo y se la puso en la muñeca derecha y con un ademán de experta en la materia, tomo el pelo a modo de tornillo y deslizó la moña hasta el principio de su pelo haciendo que las puntas se ondearan de lado a lado y uno de sus rizos le rozara la barbilla mal afeitada... y recordó, pensó en aquella mujer de su juventud, esa que se había llevado todo, que era tan bella como la que estaba a su lado, la que sí le rozaba con sus hermosas y níveas manos, la que acariciándole le hacía sentir que nada tenía sentido después de ella, y nada lo tuvo. Pero podría volver a tenerlo... solo si ella no fuera tan joven. ¡El muchacho de las pizzas!, ese mismo que estaba en la esquina de las fotos así lloviera o hiciera sol, ¡carajo!, ya se tenía que bajar.

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