jueves, junio 22, 2006

Liza escribe: el chocotraficante

Érase una vez un joven muy elegante, no se ponía jeans aunque usara tenis. Era un hombre tan formal, que cargaba plumas de animales en extinción para escribir aún en los papeles más impíos. Religioso por días, caballero a condición. No sonreía mucho, aunque reía de vez en cuando; no hablaba mucho, pero su rostro mostraba más que las palabras, al igual que su contínuo movimiento de cabeza indicando desde la negación hasta la indignación por los comentarios triviales y sin sentido que solían hacer casi todos los que le rodeaban, por no admitir que todos. Había perdido el poder de asombrarse, por tanta pendejada humana... realmente habían personas para todo!!!. Escuchaba música no muy común, no tan sombría y muy explícita. Admiraba a quienes admiraban pocos. Pensaba y actuaba cuando debía, cuando tenía. Respondía y se protegía con una carcaza que ojalá fuese de esmeraldas y diamantes. Amaba las camionetas de las costosas, y todas estas cosas combinadas con su peinado siempre organizado y su vida muy puntual le llevaron a comprar un anillo de los que usan los hombres que tanto admira, al igual que él, en el dedo índice y con una piedra preciosa, como los ojos del país. Todo aquello, no se supo nunca si fue propio gusto o amor del pleno y llano, amor familiar del que ya se olvidó, no se sabe si es el primero y si va a ser el último... Aún hay temores, y él los tiene, porque quienes en el pasado han tenido amor por su familia, luego disfrutan de un beneficio verde, plateado y dorado, llegando otro amor, pasando ese amor de lugar de corazón... Hacía muchos años, y como en otros países no pasaba, se había prohibido el cacao en todas sus formas. Ni medicinalemente, ni a los chocoadictos por piedad, ni para los santafereños... Jet había quebrado, Melvin buscaba trabajo en fiestas infantiles. Él decidió, por razones ya expuestas, buscar quién le vendiera cacao a buen precio, quién le hiciera barras de chocolate, a mejor precio y quién empacara muy bonito. También buscó otros que las vendieran en tiendas clandestinas, y vendedores ambulantes que las escondieran debajo de los letreros de "Minuto a 400", o debajo de las demás chucherías. Sin buscarlo, encontró a su mano derecha, o izquierda, ya que era un manipulable y lambón hipoglicémico, que desde que se había prohíbido el chocolate, no hacía más que soñar con viajar a la tierra de Hansel y Gretel, así se lo comiera la bruja. El hombre le seguía de cerca, y se encargaba de probar que cada uno de los productos fuera de la mayor calidad, y gracias a su amplio conocimiento, daba el visto bueno u ordenaba amargar o endulzar más; aún cuando vivía pálido y mareado, era una buena compañía basada en la fidelidad del adicto. Una vez que logró introducir sus cargamentos internos, las regalías empezaron a bañarle en oro, en fresas con chocolate, en choquis y demás. En cada esquina un niño o un adulto - en especial los primeros - tenían el rededor de la boca de un color marrón, a veces con manchas de otros colores o trozos de maní o almendras, dependiendo de la modalidad que consumieran. El chocotraficante ya nunca andaba solo, detrás de su camioneta último modelo de ojos negros, le seguían otras no tan vistosas, y luego motos por montón. Aparecía a la cabeza de los más buscados reactivadores de economía, y contradictorios de los planes ya montados, era el principal enemigo de la ARGDPCC (Asociación rehabilitadora de gordos y diabéticos por causa cacao), quienes lo buscaban desesperadamente sin mucho éxito, ya que manejaban políticas de trabajadores egresados de la institución, a quiénes era muy fácil sobornar, y recaían con frecuencia. Solía personalmente asistir a colegios y escuelas, a parques y heladerías, a chiquitecas (a ellas asitía con guardaespalda) y jardínes, a McDonalds y otros, dándole a probar a la nueva generación las delicias de lo prohibido, y convenciéndoles de la importancia de compartir con los demás sus alegrías. Les compraba a sus trabajadores, elegantes triciclos en los que podían camuflar la mercancía. En muchos casos se intentaron cambiar Max Steels por al menos una barra. Las casas de empeño se llenaron de autos de Barbie y cocinitas Fisher Price. El chocotraficante repartía muestras gratis furtivamente a la salida de saltarínes y trenecitos de centros comerciales, en el tunel y cerca a los rodaderos. El sabía que vendrían por más. Pero la cosa no paraba ahí, a los adultos también se les repartió muestras gratis hasta en los museos, aunque en su caso no fue tan serio, algunos tenían más control, aún cuando otros pagaban con kilos de heroína un par de barras. Don chocotraficante nunca más tuvo tiempo, ni siquiera para pensar como tenerlo. Nunca pudo practicar Yoga, ni volver un paso atrás. Había logrado sus objetivos, pero los había olvidado. Se había alejado de lo que había logrado, y lo notó, y se entristeció. Para no hacer duelo, le invitó al cielo a llorar por él. La policía y los DRR (diabéticos realmente rehabilitados), dieron rienda suelta al albedrío mundano, decidieron, que definitivamente era mucho mejor que la gente escogiera y ya no gastarse tanto dinero con despliegues maravillosos, así que se legalizó de nuevo, a modo general, el uso del chocolate. El chocotraficante, se guardó en los bolsillos lo que pudo, y se afeitó el bigote para que no lo reconocieran, se quitó el anillo y se puso gafas, cambió la camioneta por un simple Ferrari y volvió a la salida de la ciudad de antes, con los patos y los libros de siempre. Con el sufrimiento y la preocupación futura, con los amigos que no conoció, y con la letras que hoy conoce. Con la nobleza que nunca muestra, y su gran corazón. Con su gran mente y sus ganas de ser, con sus posibilidades aún mayores. Como siempre, no come chocolate ni ocasionalmente, prefiere las galletas - de las que no tiene chocolate en ninguna de las formas, obviamente -, la lucha como nunca, pero está más tranquilo que siempre. (Y ese fue un final feliz).

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